(La Criolla- ex estación Cañadita)
Hacia el 1900 mi pueblo solo era una estancia. Tenía una estación ferroviaria de altos, un centenar de habitantes, y un horizonte que se percibía transparente y en el cual todo estaba por hacerse. Hasta aquí llegaron nuestros jóvenes abuelos luego de atravesar el ancho mar en dirección al poniente. No escaseaba, en sus alforjas, el acopio de sueños que imaginaban realizar a fuerza de voluntad y de trabajo. Fueron ellos los que alteraron el agreste paisaje que le dio la bienvenida, y sobre el cual forjaron los primeros surcos que le dieron sentido a la nada esbozando las primeras páginas de su historia.
Muchos años han pasado. Sin embargo, las huellas de antaño perviven en la memoria de los que decidieron no irse y en la de aquellos que, aun no estando, atestiguan la existencia de viejos fantasmas que conceden un halo de inocente credulidad a vivencias inverosímiles que cobran entidad de tanto repetirse.
Esos viejos fantasmas siempre vuelven a mi mente y me intiman a desandar el camino en busca de mis orígenes. Y aquí estoy, como tantas otras veces, deambulando, a través del recuerdo, las calles de mi pueblo, tratando de recuperar del olvido algún archivo de memoria que me permita leer con añejas claves los mismos y renovados lugares por lo que alguna vez transité siendo niño y adolescente.
Nada está como era entonces.
Las calles y las esquinas ya no son lo que eran.
Tampoco se percibe el aroma a tierra mojada que el camión regador dejaba a su paso.
La vieja y añorada casona materna parece haber ido admitiendo tristes permutas en su fachada, y ese mismo sol pareciera evocar aquellas siestas, de veredas y bolitas, que potenciaban el malhumor del agente Barontini.
La plaza se llevó la canchita de fútbol forjada a fuerza de entusiasmo en terreno ferroviario, sus arcos de cañaveral y de hilo trenzado sirviendo de travesaño, zanjas hechas a pala que delimitaban su perímetro como si fueran líneas de cal, la pulpo de goma, los botines sacachispas y la añorada pelota de cuero, adquirida a fuerza de suministrar sabandijas al húngaro aquel que hacía de la chatarra su oficio.
A la historia le pregunto: ¿A qué parte del cielo habrá llevado su surtidor de combustible manual don Genaro Marelli? ¿En qué caminos relegados andará variando su caballo don Silvio? ¿Por qué Demetrio no abre mas su talabartería? ¿y don Nicolás Lujan no ronda más las calles de puro comisario?.
¿Qué fue de la primera sala cubierta del cine Florida? El de los Nitri. Ese mismo que reemplazó al cine mudo y a cielo abierto en el patio de la casa de don Víctor Colauti. El que años después se renovó bajo el nuevo impulso de un vecino venido de Gobernador Crespo: el “Cacha” Acosta y su imperecedero cine “Mayo”.
¡Cómo borrar de la memoria la avenida de tres cuadras paralela a las vías del ferrocarril!
Símbolo y referente de quienes habitaron el pueblo hace no tanto. Transito obligado de estudiantes y estibadores, de catangos y bolicheros, de abuelos y de niños, que deambularon su senda cercada de plátamos y glorietas. .
Un día decidieron darle de baja con el trillado fundamento de dar paso a lo nuevo remodelando lo que otro día descubrieron que era demasiado viejo.
Al frente oeste de la avenida se recuestan melancólicamente las viejas tiendas y los almacenes de ramos generales. Entre telas y carretes diviso la silueta de don Santiago Costamagna desplazarse suavemente detrás de los lungos mostradores. A su flanco izquierdo, don Santos Baroni hace más cálido su frío almacén obsequiando la “yapa” a los pequeños clientes. En la misma vereda don Genero recorre las mesas de su bar con el canturreo de siempre y de vaya saber que música de su vieja Italia.
En la otra esquina, el boliche del “gallego” Sánchez – mi abuelo- (que no era gallego porque había nacido en la provincia de Zamora, en Castilla La Vieja y León y vaya si se encargaba de aclararlo), allí concurrían los estibadores de los galpones del ferrocarril luego de cobrar el jornal camino de regreso a sus casas.
La tienda de Ramón Martínez que un día se incendió y quedó solo para el recuerdo como la casa quemada. La fonda “Las Colonias” de don Pedro Cellino, el taller mecánico del siempre recordado Pedrito Lasso, el viejo correo en el extremo sur del pueblo, y, más allá de sus fronteras, el campito de Pablo Bournissent, ya camino del Pantanoso.
De norte a sur –por la calle céntrica- la peluquería de “guecho” se recorta en el recuerdo. Su destreza con la tijera había inducido a los chicos de aquel entonces a definirlo “el carpintero” porque con el corte, decían, “te hacia escaleras en la testa”. En el extremo sur de la misma vereda se distingue el almacén de los Hnos. Guardatti, cruzando la calle la carnicería de pocho, y hacia el este por la calle trasversal, el legendario kiosco de diarios y revistas de Lito.
En el centro del pueblo “El Bochazo”, media cuadra al sur la comisaría nueva y, al costado oeste de la misma, la clásica tienda Quetglas con la atención de la recordada “tía” Caty y la presencia de la siempre linda Martita.
El carro de don Serafín tirado por un caballo, tan viejo como él, transita parsimoniosamente las calles vendiendo sus verduras. Don Serafín, un ruso andrajoso con apellido italiano, escapado de un campo de concentración alemán en la segunda guerra mundial, un día se bajó de un tren carguero para no irse nunca más. Y ahí nomás, muy cerca de su rancho sin nada, el renguito Romero, sobrevive su infortunio vendiendo carbón y arreglando pelotas de cuero.
Hacia el oeste del pueblo, la tienda de don Pedro Marelli es sólo un punto difuso y desconocido en el entramado de calles que representan los planos. Tampoco boliche “El Tropezón” del gordo Biassin adquiere visibilidad para quienes transitamos las calles buscando recuerdos, ni la fábrica de ladrillos de los hermanos Fur, ni Gladis “la totona” Quiroz endereza su volanta por la senda de tierra que tempranamente recorría vendiendo leche recién ordeñada.
Sólo el camino hacia colonia La Blanca parece petrificado por el tiempo y la quietud de su curso lo vuelve reconocible e identificable.
La armonía de mi recorrido ahora me sitúa en la vereda de la casa de mi abuelo. Desde allí observo a don Santiago Ravelli, esmerándose para que su huerta no sufra el peloteo de niños insolentes que juegan al fútbol en sus cercanías; hacia el norte se divisa el popular bar-confitería bailable “Lilalo” de Pililo; el no menos populoso “lulo”, el cartero que no llamaba dos veces; el “capataz” Scotta y Atilio Dodorico, dos camioneros con historia; “el chulo” Ríos y “el blanco” Brasca, personajes con uniforme; Ramón, “el moncho” Sodero, el “mono” Villafagne; “pastichoti” Contreras; el linyera Chaura; y los dos últimos jefes de la recordada estación “Cañadita”: don Enzo Toressani y el “crestón” Sánchez.
Y el negro pelé que nunca se fue, amigo de viajes en jardinera y compañero de gloriosas tardes de fútbol en el equipo del inolvidable y tristemente desaparecido Club Sportivo.
Del otro lado de las vías (así llamaban a la zona Este del pueblo), el recuerdo para la herrería del gallego Álvarez; el corralón de “pirucho” Sánchez, el almacén y bar de Serena y Justo Redondo; el barrio el carquejal, asentamiento de la comunidad Mocoví detrás de la antigua Escuela Nacional Nº 5, y sobre la Ruta 11, bar y despensa “monizu” de Orfilio Paruzzo, una especie de aduana en el ingreso este del pueblo e insalvable destino de viajeros y encomiendas.
Y me detengo aquí, aunque las imágenes se apiñen y resistan la clausura que le impone mi conciencia. Es tarde ya, y mis recuerdos están varados en la ruta 11. La misma ruta que alejó a tantos y la que siempre me regresa. Pienso en mi pueblo que seguirá siendo mi pueblo y La Criolla que seguirá siendo Cañadita (1), un punto imperceptible en el mapa y del que amontono cientos de imágenes y vivencias que compendian más de 120 años de existencia.
(1) Cañadita: denominación de la ex estación ferroviaria.
Autor: Néstor Alessio
“Historias de Pueblos Olvidados”
Historia editada en el libro “INSTANTANEAS… Santa Fe contada por sus habitantes”, Publicaciones de la U.N.L.
La manera inapelable en que los recuerdos trascienden los tiempos a través de la palabra escrita, nos brindan la esperanza de que esos jirones de vidas y sueños, no se pierdan en el imparable y acelerado andar de los tiempos. Hay que escribir la historia. Ese es el mandato y, hay que hacerlo de ésta manera;apelando a los sentimientos, a la descripción de una amalgama entre las cosas y la gente... entre el creador y su creación. No una mera crónica de hechos y protagonistas, antes bien una compulsa vital protagonizada por sentimientos de toda índole, irrumpiendo a raudales en el alma del lector. Yo se, mi querido amigo que tal vez un día no muy lejano (¿y qué es lejano en términos del paso vital de un hombre por esta vida?)estaré quizás bajo un parral de sombra generosa y fresca, sabe Dios en cual de esos destinos que me arrastran el alma y la osamenta a la dulce y añorada"Pampa Gringa", leyendo tus historias y emocionándome como en éste relato. Gracias, Nestor por compartir tus nostalgias con muchos quienes sabemos hallar en el perfil de muros derruidos y tejados diseminados entre la maleza, la historia viva de los hombres y sus sueños.
ResponderEliminarHola Néstor, hermoso repaso de recuerdos has hecho...hay momentos en que necesitamos removerlos como si estuviéramos preparando la tierra en la quinta. Quizás se trata un poco de éso, de darlos vuelta, sacarlos a la luz, para nosotros mismos y para los que se interesen en saber como era un pueblo de la Pampa Gringa, cuyos habitantes armaron a gusto y piachere, aportando cada uno su bagaje de inmigrante, de criollo o de aborigen. Un abrazo.
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